31 mayo 2017

¿todo corrompido?

Hay días que me desespero cuando veo en el telediario que todo es corrupción, que todo es violencia de género, que todo es maldad… No hay noticias buenas nunca, no hay noticias positivas.
La corrupción, en todos sus ámbitos, es un problema que asola nuestro país a niveles difícilmente imaginables hace unos años. Cada mañana nos levantamos con noticias sobre un nuevo caso de corrupción, que principalmente se centran en el partido del gobierno, pero que no ha sido ajeno a otros partidos cuando a su vez han ostentado el gobierno. La ciudadanía cada vez es más sensible a estas noticias, y el castigo electoral cada vez mayor.
Para que la corrupción se haya extendido tanto, durante tanto tiempo y con tanta impunidad, ha sido necesaria la confluencia de diversos factores: Mecanismos de control insuficientes, afluencia de dinero en negocios mal regulados, intervención de organismos públicos en sectores de crecimiento, unos principios morales cuestionables, entre otros.
Es en este último punto en el que centraremos nuestro artículo de hoy. El economista Ricardo Homs realiza una interesante reflexión sobre el papel de las relaciones personales en el problema de la corrupción. Resumamos y comentemos esa reflexión:
El problema de la corrupción y la falta de justicia, en todos los ámbitos, está atrapado en un tema humano, más que jurídico.
Es fácil identificar cuando alguien está actuando mal, e incluso cometiendo un delito. El problema para quien tiene la responsabilidad de sancionar o castigar, porque está jerárquicamente arriba del infractor o quien comete el delito, es deslindar los compromisos de amistad, afecto o incluso compromisos morales, para entonces proceder en su contra. Por eso los funcionarios corruptos terminan siendo solapados por sus jefes.
La amistad como un valor humano, está muy por encima del deber y la responsabilidad. Este es el conflicto real cuando se quiere combatir la corrupción y el delito, del tamaño que éste sea.
La conciencia y la razón fría a todos nos indican cuando alguien cercano a nuestro afecto cometió un delito, pero nuestras emociones se resisten a aceptarlo y entonces ponemos oídos atentos y crédulos a cualquier argumento a favor del inculpado, para exonerarlo.
Por ello se manifiesta el cinismo que hoy se hace patente cuando con todas las evidencias de corrupción o injusticias en contra de un funcionario público, el aparato gubernamental se niega a proceder contra él.
Peor aún si se trata de familiares o amigos cercanos de alguien poderoso.
Del mismo modo que una madre siempre arropará y solapará a un hijo, independientemente de la gravedad de la aberración que cometa, nunca un familiar o un amigo entregará a la justicia a un delincuente a no ser que estén seriamente enemistados. Es más, siempre le ayudará a evadir la justicia. Siempre le dará el beneficio de la duda, o el favor de una nueva oportunidad de rectificar el camino. Los mecanismos de justificación son tan variados como lo sea la complejidad del caso.
Este problema humano no respeta ni estructuras ni niveles jerárquicos o educativos.
Incluso, en las instituciones religiosas se da el mismo caso cuando se descubren casos de pederastia. El afecto por el infractor se transforma en un voto de confianza y la presunción de que el acusador esté mintiendo.
Esta circunstancia humana hace imposible fincar responsabilidades a los funcionarios públicos corruptos, pues mientras haya forma de protegerles, sus amigos y superiores jerárquicos lo harán.
Que la sociedad esté más vigilante y denuncie prácticas delictivas seguramente ayuda a combatir la corrupción, pero no es suficiente. Sólo los grandes fraudes dejan pistas.
Sin embargo, la corrupción hormiga, igual que la extorsión y el cobro de piso, son invisibles y es la que tiene un impacto social demoledor, pues socava los valores morales de la colectividad.
Una solución debe ser incrementar los controles administrativos, para así combatir la corrupción. Sin embargo, esto generaría mayor burocratismo que el que ya tenemos.
Lo solución visible que nos queda es fomentar los valores sociales, para que nos volvamos realmente intolerantes frente a la corrupción.
Sin embargo, un cambio tan drástico y profundo, que debe provenir de mecanismos inconscientes, no se logrará con campañitas de TV que apelan a los razonamientos, como las que hoy vemos por TV y escuchamos en radio.
Para lograr efectividad en un mundo como el de hoy, saturado de mensajes, se requiere utilizar técnicas conductuales muy profundas, que impacten el subconsciente. Para ello es necesario generar en quienes realizan las campañas de comunicación gubernamental, conciencia de que es necesario profesionalizar esta actividad, pues la conducta de la gente de hoy ya no se puede impactar con creatividad, ideas novedosas y apelaciones inocentes y bien intencionadas.
Estamos frente a una profunda crisis de valores y las soluciones para generar cambios de actitudes colectivas deben provenir de estrategias muy profesionales.
Y los políticos no tratan de cortar la corrupción. No pueden, son sus amigos de toda la vida, les han nombrado ellos, y afecta a tantos… Sobre todo, es una pura lucha por el poder de unos y otros: http://blogs.elconfidencial.com/economia/laissez-faire/2017-04-25/operacion-lezo-lucha-interna-poder_1372332/
Abrazos,
PD1: Y para evitar la corrupción se debe empezar por uno mismo, por la empresa… y así hacia arriba.
“No trates a los demás como no te gustaría que te tratasen a ti”, reza la llamada regla de oro de la ética, contenida en la tradición cristiana judía y cristiana, pero también en otras culturas. Bueno, la verdad es que en el evangelio de San Mateo lo que se dice es, de hecho, “haz a los demás lo que querrías que te hiciesen a ti” (no es literal: véase Mateo 7, 12). La diferencia no es pequeña. No dice que no eches de su asiento en el autobús al que ya está sentado, sino que cedas tu asiento al que entra, y no lo limita a los ancianos o a los enfermos, porque a muchos les gustaría que les ofreciesen sentarse, cuando están cansados, aunque sean jóvenes y fuertes.
Traslademos esa recomendación a la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE o RSC). No dice que no contamines, sino que te esfuerces por reducir tus emisiones nocivas. Ni dice que pague religiosamente los impuestos, sino que dediques al bien de la sociedad los recursos que te gustaría que otros dedicasen, sea al medio ambiente, sea a la educación, a la sanidad o al fomento de la cultura. Estoy pasándome, ¿no? Quizás la RSE no deba regirse por una regla ética tan, digamos, agresiva, y menos de raíz religiosa. Vale, pero la RSE tiene también una dimensión ética, y la regla de oro no vale solo para los creyentes, sino que es una forma de comportarse válida para todos…
Hay una lectura de la RSC, yo diría que es la dominante, que se centra en los aspectos negativos. Podría venir representada por el énfasis que se pone, a menudo, en la gestión de riesgos, que es el punto de arranque de las estrategias de RSE en muchas empresas: vigila todos tus riesgos, financieros, materiales, reputacionales, regulatorios… O sea, no hagas cosas irresponsables socialmente, porque esto te pone en peligro. Luego está la otra lectura, la positiva: trata de hacer cosas bien hechas, aunque no hacerlo no genere riesgos para tu empresa. O mejor, porque el riesgo que estás generando, si te limitas a lo negativo, es convertir la responsabilidad social en algo limitado, orientado al beneficio (aunque, eso sí, un beneficio ilustrado), es convertir tu empresa en un conjunto de personas interesadas solo en lo que les beneficia, y prestando atención a las necesidades de otros solo si desatender esas expectativas puede acabar en un riesgo…
No se trata de convertir la empresa en una entidad social, sino de identificar la verdadera responsabilidad, que es, primero, por la acción (engañar al cliente, no pagar los impuestos, estropear el entorno), pero también por la omisión. Pero ser capaz de identificar las responsabilidades por omisión no es fácil, no se puede incorporar fácilmente a un programa o un plan, y exige mucha delicadeza de conciencia. El que está sentado en el autobús y ve subir una persona joven pero cansada, tiene una amplia gama de razones para no cederle el asiento y, desde luego, no estamos hablando de una obligación moral de hacerlo. El directivo que se cruza con un empleado en la fábrica, puede pasar de largo, o saludarle con formalidad, o pararse a preguntarle por sus hijos o por su salud. No es obligatorio, claro, y no podemos llamarle irresponsable si no lo hace, pero ya se ve que estamos en el terreno de la responsabilidad voluntaria: trátalo como te gustaría que te tratasen a ti. Y es una responsabilidad social, porque se refiere a un stakeholder interno, con ocasión del trabajo, una acción que contribuye a crear buen ambiente en la empresa y que satisfará una necesidad, si se quiere emotiva, pero real, del empleado.
PD2: Ni el cristiano, ni la Iglesia pueden seguir las modas del mundo. No es Jesús quien se ha de adaptar al mundo en el que vivimos; somos nosotros quienes hemos de transformar nuestras vidas en Jesús. “Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre”. Esto nos ha de hacer pensar. Cuando nuestra sociedad pide ciertos cambios a los cristianos y a la Iglesia, simplemente nos está pidiendo que nos alejemos de Dios. El cristiano tiene que mantenerse fiel a Cristo y a su mensaje. Dice san Ireneo: “Dios no tiene necesidad de nada; pero el hombre tiene necesidad de estar en comunión con Dios. Y la gloria del hombre está en perseverar y mantenerse en el servicio de Dios”.