27 febrero 2014

27 febrero 2014 Deflación

Es algo que la gente no entiende. No es sólo la bajada de precios, es mucho más:

Deflación: ¿más ahorro o más deuda?

¿Por qué hay inflación y deflación?
La inflación o la deflación (entendidas como alzas o caídas generalizadas de precios) acaecen cuando la oferta de bienes y servicios de una economía es inferior o superior —respectivamente— al poder adquisitivo de sus medios de pago. Si, en términos de valor, hay menos bienes que medios de pago, habrá inflación; si hay más bienes que medios de pago, habrá deflación. Por expresarlo de un modo algo más gráfico: la inflación son medios de pago persiguiendo bienes y la deflación son bienes persiguiendo medios de pago.
Las inflaciones y deflaciones primitivas estaban ligadas a la sobreabundancia o carestía del dinero que se usaba como moneda: si súbitamente se descubría una mina de oro, los precios de los bienes subían; si durante mucho tiempo no había ningún descubrimiento minero y la producción de mercancías seguía aumentando, se extendía una tendencia hacia la minoración de precios. Se trataba de ajustes que, aun cuando podían implicar sus complicaciones, terminaban siendo bastante inocuos para la coordinación económica. En las economías modernas, sin embargo, las inflaciones y deflaciones ya no dependen esencialmente de la producción relativa de “dinero base” con respecto al resto de mercancías, sino de un factor potencialmente mucho más devastador: el crédito.
El crédito permite a los agentes económicos hacer un uso presente de su renta futura: básicamente, comprar hoy y pagar mañana. Como tal, es una poderosa herramienta que facilita la coordinación y la división del trabajo pero, si se abusa de él, puede acarrear efectos muy dañinos sobre la sociedad. Por ello, muchos creemos que el crédito debe mantenerse dentro de unas sanas proporciones que vienen limitadas por la disponibilidad de renta real dentro de esa sociedad. Es decir, para que alguien haga uso de su renta futura, alguien tiene que renunciar temporalmente a su renta presente (ahorro).
En este sentido, la inflación y la deflación modernas son síntomas de un cierto abuso social del crédito: la inflación indica que estamos comprando demasiadas mercancías presentes con cargo a la renta futura (que estamos comprando mucho hoy con la promesa de pagarlo mañana) y la deflación que estamos usando parte de nuestra renta presente para pagar parte de nuestras compras pasadas (es decir, que destinamos parte de la producción presente a honrar las promesas que hicimos ayer).
El crédito sano no genera ni inflación ni deflación: al contrario, contribuye a estabilizar el poder adquisitivo del dinero y, por tanto, el nivel general de precios. El crédito insano genera primero inflación y luego deflación. No es que la primera sea buena y la segunda mala ni a la inversa, sino que son dos síntomas de insalubridad previa: primero inflamos la burbuja del crédito abusivo y luego ésta se desinfla. Primero nos sobreapalancamos —con las consabidas subidas de precios— y luego no desapalancamos —con los consabidos retrocesos de los precios—. Por desgracia, muchos se niegan a aceptar la dura pero necesaria medicina deflacionista como vía para desandar los pasos en falso previos, de modo que proponen huir hacia adelante: nada más huelen la deflación (aunque sea en forma de baja inflación), corren prestos a reclamar al banco central o al Gobierno que vuelva a expandir insanamente el crédito, esto es, que vuelva a fomentar el crecimiento de la deuda por encima de la disponibilidad real de bienes. Su argumento es sencillo: las caídas de precios son devastadoras para una economía y hay que combatirlas a toda costa, aunque sea fomentando una nueva ronda de sobreapalancamiento generalizado. Pero, ¿tan peligrosa es la deflación como para no poder desengancharnos de la droga de la deuda barata?
Los posibles problemas de la deflación
Conviene dejar claro desde un principio que la deflación —entendida como caída generalizada de precios— es un síntoma de nuestros más hondos problemas (el hiperapalancamiento) y no su causa. Nuestras dificultades vienen de que el sistema ha llegado a un punto de saturación de deuda en relación con su capacidad real para amortizarla y resulta necesario reorganizar nuestras estructuras productivas y financieras para corregir semejante acumulación de errores. Esta reorganización no debería —y a estas alturas probablemente ni se pueda— efectuarse huyendo hacia adelante, esto es, fomentando un mayor endeudamiento social con tal de seguir implementando planes de negocio burbujísticos o de muy bajo rendimiento. De ahí que la salida inflacionista sería en todo caso una salida en falso —como la burbuja inmobiliaria fue una salida en falso de la burbuja de las puntocom—.
Ahora, nada de lo anterior significa que la deflación de precios derivada de una contracción crediticia no conlleve en sí misma dificultad alguna para una economía. Por más que se trata de dificultades inexorables en la salida de una crisis provocada por la sobredosis inflacionista de deuda, es cierto que una caída generalizada de precios —al igual que una subida generalizada— resulta potencialmente distorsionadora en dos ámbitos: la coordinación productiva y la coordinación financiera.
Por lo que respecta a la coordinación productiva, la deflación puede implicar caídas desiguales de precios: dado que todos los precios no son igualmente flexibles —ni al alza ni a la baja—, el reajuste de éstos puede implicar cambios en la estructura de precios relativos que acarreen mermas de rentabilidad en ciertos sectores. Dos casos resultan paradigmáticos: el primero, que los precios de las mercancías caigan más que los salarios, de modo que el margen de ganancias de muchos empresarios termina erosionándose; el segundo, que los precios del resto de divisas extranjeras con respecto a la nacional desciendan más rápidamente que los precios internos (es decir, que nuestro tipo de cambio se aprecie más de lo que se abaratan nuestras mercancías interiores), de modo que el margen de ganancias de nuestra industria exportadora también termina deteriorándose.
Por lo que respecta a la coordinación financiera, sabido es desde Irving Fisher que las caídas de precios aumentan el saldo real de las deudas: dado que los ingresos nominales se reducen, pero el saldo nominal de las deudas no lo hace, las dificultades para hacer frente a nuestros pasivos son crecientes con la deflación (lo que eventualmente podría terminar condenando a algunas de esas compañías a la bancarrota).
Nótese, por cierto, que entre los riesgos de la caída de precios no he colocado ese tan mentado como irrelevante diferimiento del consumo ante la expectativa de menores precios futuros: y no lo hago porque, al contrario de lo que se asume, una reducción del consumo resulta positiva para resolver los problemas de coordinación que sí suele acarrear la deflación.
Y es que la forma de paliar las posibles descoordinaciones a que den lugar las reducciones de precios es volviéndonos más adaptables ante los cambios: a saber, disponer de mercados más libre y flexibles (donde precios y costes puedan ajustarse con mucha más fluidez que ahora) y aumentar nuestro ahorro (tanto para amortizar las deudas y volver escasamente relevante el efecto de su encarecimiento en términos reales cuanto para acumular más capital y volvernos más productivos y competitivos a pesar de la apreciación de nuestro tipo de cambio). En el fondo, pues, la manera de contrarrestar aquellos problemas que puedan surgir de la deflación de precios es justo la misma que tenemos para solucionar las causas últimas por las que la deflación hace su aparición: necesitamos mercados más libres y más ahorro público y privado.
En suma, no existen recetas mágicas ni caminos sencillos. Tampoco la estrategia inflacionista lo es, por mucho que los aduladores del envilecimiento monetario insistan en alabar su plétora de virtudes sin contraindicaciones (virtudes que nos han conducido a la crítica situación actual). En el fondo, pues, el debate puede reducirse a términos relativamente asequibles: ¿queremos un crecimiento basado en el ahorro o uno basado en el endeudamiento? ¿Aspiramos a deshacer los entuertos pasados o confiamos en legárselos, corregidos y aumentados, a la generación venidera? Mi elección la tengo clara: el problema es que, me temo, el BCE también y no para bien
Para responder esta pregunta, deben distinguirse antes tres tipos de deflación –aunque podríamos incluir la desinflación brusca–, con diferentes orígenes y consecuencias. (1) La primera de ellas es la que induce el Gobierno o la autoridad monetaria al restringir de forma severa y abrupta la oferta de dinero y crédito. Es poco frecuente, pero se ha dado alguna vez en la historia, quizás la más reciente fue el plan de Collor de Mello en Brasil en 1990 para combatir la hiperinflación que asolaba el país. Este tipo de intervención es tan perniciosa como innecesaria, como bien saben los brasileños, que vieron congelados, para nada, el 80% de sus ahorros. Este es el tipo de deflación a evitar.
El segundo tipo corresponde a (2) la deflación de precios que se produce por un incremento de la producción gracias al ahorro y la inversión previa–. Es la forma más sana de crecimiento y, por tanto, más beneficiosa para los hogares, que ven incrementada su capacidad adquisitiva sin que se produzcan tasas elevadas de desempleo. El caso más destacable es el de la época dorada de Estados Unidos a finales del siglo XIX y hasta que se creó la Fed, donde se experimentaron cotas de crecimiento de más del 7% con caídas de precios del 5% anual. Este es un tipo de deflación deseable y del que disfrutaríamos en un contexto de libertad monetaria y avances tecnológicos.
Finalmente, tenemos (3) la deflación –o desinflación si se quiere–, que es consecuencia de los procesos de ajuste posteriores al pinchazo de una burbuja, donde se combinan factores beneficiosos para los hogares, que ven incrementada su capacidad adquisitiva en una época de dificultades, con otros elementos más perjudiciales, como son el desempleo o la reducción de salarios. Este es el escenario en el que, como saben, nos desenvolvemos y un tipo de deflación que no deberíamos tratar de evitar.
En este tercer escenario, el argumento más frecuente a favor de combatir la deflación es el que aduce el riesgo de entrada en un círculo vicioso: caen los precios, luego cae el beneficio de las empresas, luego despiden trabajadores, luego cae la demanda agregada, luego caen los precios y vuelta empezar. Sin embargo, tengan en cuenta que la deflación no produce efectos acumulativos, siendo posible para las empresas obtener beneficios aun en un entorno de caída de precios si reducen los costes sustituyendo mano de obra por equipo capital, lo cual genera empleo en los sectores productores de maquinaria, más alejados del consumo
Abrazos,
PD1: Y lo mismo dice este periodista:
Se ha pasado demasiado de puntillas sobre los últimos datos de inflación en España que se dieron a conocer la semana pasada. Son realmente preocupantes. El IPC se encuentra en su nivel más bajo de los últimos cuatro años tras situarse en enero en el 0,2% interanual. De las 57 rúbricas que lo componen, 19 se encuentran en negativo y sólo 10 muestran tasas superiores al 2%, como nos recuerda el Servicio de Estudios de Bankia, del que tomo prestados los gráficos. La subyacente, que excluye alimentos frescos y energía, está también en ese nivel, mientras que la subida de precios eliminando el efecto impositivo (tasas y tributos en tabaco, universidad o similares) se reduce a un magro +0,1% en los últimos doce meses.
No interesa hablar de deflación, pero es un riesgo que está ahí. Y que más nos vale no obviar. Sobre sus efectos económicos hemos escrito en numerosas ocasiones en Valor Añadido, por lo que no nos vamos a extender (Valor Añadido, "Mamá, qué miedo: viene la deflación", 11-09-2008; "El fantasma de la deflación asusta a España", 17-05-2010; "Deflación a la vista, tiembla el Tesoro", 06-11-2013). Lo relevante a día de hoy es ver si el discurso oficial de Administración, BCE y analistas ilustrados se cumple –estamos viendo el suelo de este indicador en nuestro país y a partir de aquí la cosa remontará con la actividad– o, por el contrario, se impone la tesis de los que pensamos que su materialización es algo inevitable. Si es que no ha ocurrido ya. Tampoco en Japón en el año 94 había muchos que creyeran que iba a llegar y llegó; para esos mismos se trataba de un fenómeno temporal y su economía está cumpliendo su segunda década de precios decrecientes. Y eso con un nivel de paro irrisorio y una tasa de ahorro de los particulares elevada. Ojito.
Nuestra situación es sustancialmente distinta, a peor. En relación con el tema que hoy nos incumbe, importa más que cualquier otro factor –especialmente cuando un estado no controla ni su política monetaria ni la cambiaria, cosa que los nipones sí hacían– el llamado output gap, esto es, la diferencia entre el PIB real y potencial de un estado. Este último concepto ha generado doctrinalmente no pocos debates pero, de acuerdo con este interesante paper del FMI (IMF, "Back to basics: What is the Output Gap", septiembre de 2013), se podría definir como la cantidad máxima de bienes y servicios que una región es capaz de producir a plena capacidad. Si el saldo es positivo, sería señal de sobrecalentamiento y al revés. Por lo general, para un nivel de factores de producción dado, el sentido del signo + o - dependería exclusivamente de la demanda.
Pues bien, es evidente que existe una correlación positiva entre output gap e inflación. Cuanto mayor es, más presión sobre los precios al alza. Cuanto más negativo es su signo, más posibilidades de caída de los mismos, primero, o de deflación, después. Si el interés de consumidores, inversores y Administración por comprar, meter fondos o activar la economía no repunta, la situación excedentaria en tierra, mano de obra, capital productivo, inmobiliario o tecnológico permanecerá hasta que salarios y precios alcancen un nuevo punto de equilibrio a la baja en el que sí que lo haga. Es exactamente el proceso en el que se halla actualmente España con tres problemas: no puede actuar sobre sus propios tipos de referencia, no tiene posibilidades financieras para desarrollar estímulos fiscales y no hay oferta de crédito a un coste razonable porque el sector privado permanece sobreendeudado. No way out.
En Japón, cuando la deflación llamó a la puerta, el output gap había pasado del +0,2% en 1993 al -2,8% en 1995, segundo año del fenómeno. En el caso de España, de acuerdo con datos de Economic Watch referenciados igualmente a distintas publicaciones del Fondo Monetario Internacional (ver cuadro), el salto ha sido de un +4 en 2007 a un -5,4 que estima la organización supranacional a cierre de 2013, suelo del ciclo. Casi nada. Una proporción que ni de lejos las tasas de crecimiento estimados para este ejercicio y el siguiente van a permitir corregir de manera rauda. Más aún si la fortaleza reciente del euro pasa factura a la competitividad de nuestras exportaciones –como ya hizo el año pasado según nos recuerda Carlos Sánchez, por una parte, y Juan Carlos Barba, por otra– y abre una vía adicional de agua en la balanza exterior española.
Podemos seguir empeñados como nación en instalarnos en un discurso de autocomplacencia irreal, basado en una esperanza de recuperación económica que huele hoy más a mera estabilización estadística que a otra cosa, y obviar las amenazas reales que nos acechan como es la que nos ocupa en este post. Sería un grave error. Hemos malgastado buena parte de la crisis en resolver los problemas de corto plazo sin sentar las bases para un cambio de modelo productivo que permita una recuperación sostenida de actividad y márgenes en el futuro. Seguimos, como hace 40 años, dependiendo del turismo, las remesas y la producción de coches. El ajuste ha empobrecido a los ciudadanos y no ha cambiado el perfil del país. Para este viaje, de verdad, no hacían falta tantas alforjas. Al renunciar al mañana y centrarnos en el presente, el riesgo de que nuestra vida se niponice es aún mayor. Brinden con cava antes de que se les atragante.
PD3: La parábola de los talentos, que te sabes de memoria, no se refiere a que seamos más listos unos y más torpes otros. Ni que tengamos más recursos económicos unos frente a otros. Se refiere a la fe. Cuando Dios nos da la fe, a cada uno se la da en momentos diferentes ya que tiene planes distintos para cada uno, lo que no podemos es esconderla, lo que no podemos es no compartirla. Si nos ha dado mucha fe, como es mi caso, tendré que compartirla con mucha gente, y me dará mucha más. Por tanto, no es que una persona con talento sea muy lista, o muy rica, es que tiene mucha fe… y entonces debe enseñarla.